viernes, 20 de mayo de 2016

Un instante de tres.





Uno...
dos....
tres....
se disipa como el humo de tu cigarrillo. Sabes cómo detesto ese maldito olor que todo lo envuelve. Un día gris la odié. A ella. Cerraba los ojos y aspiraba el aire que dejabas tras ella. Esa combinación de tabaco rubio con el aroma de almizcle suave que desprendía tu cuerpo. Sólo hacía falta observarla de reojo para saber que deseaba tu piel.
Pero en esos momentos yo también te deseaba. Y mi ansia te tenía cercado como todo tu ser me tenía encadenada a tus pies. Y aborrecía su insignificante presencia y maldecía los ojos con los que te miraba, porque en ellos me reflejaba sin piedad.
Siempre fue una buena amiga. No me cabe ninguna duda. Se mantuvo firme, si bien sé que sufrió alguna vez por ti y por mi. Por los dos. Ahora, míranos.

Uno...
dos...
tres...
alzas de nuevo la copa a tus labios y bebes sin mirarme. Hace un instante codiciamos el pasado. Y seguramente esa brisa fresca nos rozó la piel. Hablamos como en los viejos tiempos y hasta reímos sin pensar. Llegué a retener el aire tres segundos para sentir, como antes, esa presión en el pecho que inevitablemente daba lugar a un cosquilleo en mi columna vertebral y me hacía perder toda dignidad en tu presencia.
Pero fueron sólo tres segundos y la sensación desapareció.
Vuelves a llenarte la copa con un mohín sarcástico en tus labios. Sonríes. Y tu sonrisa me hiela el corazón. La acompañas con esa mirada perpetuamente triste que enardece mi culpa y mi rencor. Hablarás tres veces más con la soberbia que te provoca el elixir del alcohol y luego permanecerás callado mientras te observo.
Me abandonaré a esa mezcla confusa de desprecio e indiferencia.
¿En que instante perdimos el capricho de querernos para siempre?

Uno..
dos..
tres...
tus ojos empequeñecen y se tornan acuosos.  Ese brillo que,  antes  no terminaba de entender, pero que no presagiaba nada bueno y por instinto hacía cambiar mi humor de inmediato.
Quizás la culpable siempre fui yo y nunca entendí qué era y no era importante. Ella, con su sosegada complacencia buscó en cada rincón de tu cuerpo tu grata rendición. Yo sólo estuve ahí para advertir el naufragio antes de que sucediera. Ahora, que pedazo a pedazo recogemos los restos, no puedo disimular la irrealidad cruel. Sí, la irrealidad.
No conspiré, ni luché por nosotros. Dejé de vibrar al tomarte de la mano.
Y quizás te conduje paradójicamente hacia ella.
Todo en estos momentos me parecen atadillos de intantes llenos de melancolía, fugaces huracanes de voraces sentimientos, de efímeras expectativas. Y al fin estamos los tres ahogándonos, hundiéndonos en el desasosiego, la cobardía. En la culpa, del día a día.
Ya no somos nada. Sólo quedan nuestros instantes.