Intento reconciliarme con esas gotas minúsculas que se dejan caer como si nada, desde allí arriba. Lo intento.
A veces no lo consigo.
Leo, escucho atenta y envidio con una sonrisa a aquellas personas que aman la grandeza de ese milagro. Últimamente en algunos lugares casi en extinción.
¿Cómo uno puede estar reñido con ella?
Que estupidez. Pero lo cierto es que la lluvia me entristece. Me nubla la razón como si de una niebla blanca y espesa se tratara.
Recuerdo cuando era jovencita vivir en pueblos de interior donde algunas tardes se volvían oscuras de repente y al doblar una esquina la vida parecía detenerse. El instinto te ordenaba no moverte o hacerlo con precaución.
El cerebro no asimilaba que los ojos se hubieran quedado en blanco de repente. Y sin explicación alguna parecía que el aire dejara de existir y abrías la boca intentando respirar.
La niebla espesa tiene un olor especial, entre humo y humedad. Parpadeas al compás del latir de tu corazón y te dices a ti mismo que avances despacio o simplemente dejes pasar esa bruma que se desliza sinuosamente por el contorno de tu cuerpo, poseyéndote sin permiso, con la sensación ambigua de un placer prohibido.
La lluvia no tiene el mismo sentido ambiguo. La lluvia te cala hasta los huesos sin mojarte, sin salir de casa. La lluvia te atrapa sin darte cuenta, te humedece el juicio y apenas logras encontrar ningún hueco donde guarecerte.
Mi lluvia se parte en dos mitades.
La lluvia de noche me oprime el corazón. Oscurece el ánimo.
Entorpece la vida. Parece no tener fin.
Muchas de esas noches no logro dormir pensando en los que trabajan, en los que viven en la calle, en los perros abandonados en las terrazas, en el asfalto resbaladizo, en las sirenas de las ambulancias. Ni si quiera el calor de las sábanas pueden guarecerme de la sensación fría de la intemperie, de la soledad, del desazón. Se pega a tu cuerpo, enmaraña tu piel en caóticos y helados pensamientos. Al final, siempre logras dormirte con la triste sensación de ser convicto del tiempo.
Es más fácil y llevadera la lluvia de día.
Y de a poco descubro armas para combatirla.
Un buen día me compré unas botas de agua estampadas.
Recuerdo lo que odiaba de enana esas amorfas cosas negras que sobresalían de mis piernas y semejaban seres deformes que andaban solos. Que crujían al caminar y que parecían estar creados para trastabillar y hacerte sudar.
El recuerdo de ese caucho horrible hizo que dudara unos instantes y al ver la sonrisa brujil de la dependienta tendiéndome la bota para probármela casi arranco a correr.
Ahora, salgo a la calle como quien se esconde tras unas enormes negras gafas de sol y parece inmune al mundo. Yo, mi mini Yo y mis botas estampadas, de pronto se hicieron a la lluvia como un niño que busca los charcos más hondos. Dicen que lo que te quedó en el tintero por hacer, a veces, la mente o el cuerpo te lo imploran de mayor. No sé.
Ahí voy yo mentiéndome en todos los mini lagos de la ciudad. Sin conciencia. Descubriéndome. Dejando que la lluvia a veces me golpee la piel y me haga surcos nuevos donde dejar mejores huellas. Donde las gotas no parezcan lagrimas sino espejos diminutos reflejando sonrisas.
Y deseo que la noche devenga clara y limpia de agua.